LOS VERSOS DE FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
EN LA NOCHE EN BLANCO DE GRANADA
El poeta Francisco Javier Irazoki (Lesaka,
Navarra, 21 de octubre de 1954) fue periodista musical en Madrid. Formó parte
de CLOC, grupo de escritores surrealistas. Desde 1993 reside en París, donde ha
cursado estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música, etc.
Sus primeros poemarios editados fueron Árgoma (Estella, 1980) y Cielos segados (Universidad del País
Vasco; Leioa, 1992), que incluía los tres volúmenes de versos escritos hasta
esa fecha: Árgoma (1976-1980), Desiertos para Hades (1982-1988) y La miniatura infinita (1989-1990). Más
tarde, Notas del camino (Javier
Arbilla Editor; Pamplona, 2002, con fotografías de Antonio Arenal), el libro de
poemas en prosa Los hombres intermitentes
(Hiperión; Madrid, 2006), La nota rota
(Hiperión; Madrid, 2009), cincuenta semblanzas de músicos de épocas variadas, y
el libro de versos Retrato de un hilo
(Hiperión; Madrid, 2013).
Escribe su columna Radio París
en El Cultural, suplemento del diario
El Mundo.
Web del autor. http://www.franciscojavierirazoki.com/
TRES
POEMAS EN PROSA DE FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
PALABRA DE
ÁRBOL
No conocí al que murió en el vientre de
mi madre. La abuela lo recogió, dijo que era grande como un guía y lo puso en el hoyo que el padre había cavado
entre las raíces de mi higuera preferida.
Yo pasaba tardes enteras bajo el gris
áspero de las hojas del árbol, esperando que naciesen los higos. Cogía al fin
el fruto blando y tocaba su piel negra que después deshacía en tiras. Cada hilo
era una puerta para adentrarme en mi hermano muerto y lo paladeaba al ritmo
lento de un viajero antiguo. Luego rompía con los dientes las semillas menudas
del interior. Ellas contenían palabras, voces que subieron por la savia de la
higuera.
Los otros niños crecieron descubriendo
aventuras. Para mí, crecer fue sentir el paso del tiempo al escuchar los
mensajes que un muerto me enviaba desde sus frutos.
Alguien quiso una ceremonia devota en
aquel lugar. De la cartera de mi ojo derecho saqué una lágrima inmóvil. Una
lágrima petrificada que se transformó en blasfemia de fuego cuando la deposité
en la escudilla situada a los pies de los ídolos.
RETRATO DE MI
GUARDAESPALDAS
De noche, con la sombra y el silencio de
los habitantes de la casa, el reloj de pared renueva su libertad. Sus miembros
se despiden y dispersan hasta casi el amanecer. Las ruedas dentadas descienden
por los anaqueles de la biblioteca, mientras el péndulo arrastra con torpeza su
movimiento uniforme y las manecillas navegan por el aire.
Yo lo observo bien en la oscuridad, porque
el daño infligido por el tiempo que mide ese reloj me ha dado las facultades de
la pupila del gato. Y, confiados, los muelles se acercan al rincón donde lustro
el cristal de la tapa. Cae el polvo del día, la tierra muy seca de los minutos,
esa sustancia negra que depositan las horas. A medida que los rastros del
tiempo desaparecen de la superficie que limpio, algunos accesorios aumentan su
ligereza y energía.
Es el momento en que cada fragmento vive
de manera humana. Veo que las manecillas se aman o cabecean con sopor, y que
las oscilaciones de la péndola regulan sus euforias y desánimos. Hoy a los
muelles les dolerá la cabeza, a las maderas les llega el aroma punzante de los
bosques, y las ruedas dentadas mueven circularmente una pregunta.
En cuanto aparece una fisura en el
horizonte nocturno, las partes del reloj se reúnen con prontitud de animales
perseguidos por la claridad. Cruzan la habitación, saltan del suelo a los
muebles y suben al sitio que deben
ocupar en la pared. Encajan las piezas en el conjunto recompuesto y al principio
traquetean con respiración difícil. Cuando las primeras luces bajan de la
claraboya y se filtran entre los visillos, todos los mecanismos trabajan en su
celda de fríos auxiliares del tiempo.
LA NOCHE EN QUE ME DOLIERON LAS
VENTANAS
Quizá alguna comida me sentó mal anoche y
me he despertado de madrugada. Me incorporo con una sensación desconocida. No
encuentro las manos en la distancia habitual. Tampoco el abdomen y el mentón
que deseo calmar con mis dedos huidos.
Con el menor movimiento emito un ruido de
muebles. No sé si los miembros se resquebrajan o recobran su lenguaje de árbol.
La mirada busca todo lo que me pueda disminuir la inquietud, pero los objetos
cercanos y los adoquines del patio están encogidos en la sombra. Distingo en la
lejanía unos pocos edificios iluminados cuyos habitantes disfrutan de la
indiferencia y el sosiego.
El espejo sólo abarca las líneas de mis manos.
Sobre ellas caminan unos animales que tropiezan con la harina de mi piel.
He crecido por culpa del dolor. La casa ya
no es un refugio independiente, sino que forma parte de mi cuerpo. Lo compruebo
mientras me adapto al nuevo tamaño para palpar la cabellera de roble, el pecho
con puertas, mis barbas de baldosas rotas.
(Del libro “Los hombres intermitentes”; Hiperión, 2006)
Francisco Javier Irazoki
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